Aunque sean pocos los testimonios conservados respecto a sus compañeros varones, la figura de la mujer también desempeñó un papel fundamental en las salinas de la Bahía de Cádiz. Primero como propietaria, como heredera de grandes fortunas que en los siglos XVIII y XIX incluían explotaciones de sal, como no podía ser de otra forma, dado lo lucrativo del negocio en aquellos momentos; pero también como obrera, pues, a principios del siglo XX, fueron ellas, las mujeres de los trabajadores salineros, quienes salieron a las calles para denunciar la villana explotación que sufrían sus maridos trabajando a destajo, por un mísero jornal y lejos de los seguros laborales. Al fin y al cabo eran las primeras en padecer las consecuencias en su dimensión más doméstica y familiar, en aquellas habitaciones de las Callejuelas isleñas conectadas por un patio con las de sus vecinas, con las que compartían retrete y cocina.
Pura Rodríguez Foncubierta con su familia y salineros delante de una varacha de sal. (Autor desconocido)
La quintaesencia de la mujer salinera es, sin embargo, la capataza. Porque sí, los célebres capataces de salina bajo cuyo control trabajaban paleros, cargadores o montoneros compartían su hacer diario con una mujer acostumbrada a vivir entre las piezas en un momento donde las facilidades para llegar al pueblo no eran las actuales; mujeres fuertes mentalmente que se habían hecho a los tajos trabajando como hormiguillas durante su infancia; que, ya en su madurez, daban a luz junto a la lumbre con la única ayuda de la hija mayor del matrimonio; que tiraban de la inventiva para cocinar con lo que les ofrecía la naturaleza en épocas de necesidad; y que ponían orden en la Magdalena, en la Margarita o en la Covadonga cuando el marido anestesiaba las llagas de la sal entre garrafones de vino malo.
Gracias a estas mujeres, olvidadas en los escritos pero fundamentales en la historia, conservamos el patrimonio de nuestras salinas.